por Lucía

LUCIA. 2012

5:15 de la mañana. Suena el despertador, que me pilla con un ojo ya entreabierto. ¿Nervios, calor…?

Bajo al restaurante y veo que mis compis de travesía ya han desayunado. Le doy vueltas a la mesa circular, pues no sé qué comer, tengo el estómago cerrado. Tras tres o cuatro vueltas, el chico de recepción, que me observa desde la puerta, me ofrece su ayuda. “Café, tal vez necesite café”.

En las mesas vacías de los que ya tienen el estómago lleno, veo pieles de kiwis y plátanos, tarrinas de mermelada, abiertas pero sin acabar, rebanadas de pan mordidas y marcas de dientes en el jamón york. ¿Serán más estómagos cerrados?
Ya en la calle, los nadadores nos reconocemos y saludamos. A esas horas tempestuosas y con estos ropajes, ni venimos de marcha, ni vamos a tomar el fresco.

Centenares de personas frente a las tabarqueras. Muchos nadadores, y…, nadadoras. Charlas animadas, nerviosas. Voluntarios y organizadores. ¡Menudo despliegue! Todos despiertos cumpliendo su función.
Me acerco a la fila donde pertenece mi dorsal. 332. DNI… La chica me busca en la lista y…, sin problema, allí estoy; señala mis datos con un fluorescente amarillo. Me marcan en el brazo derecho, con mucha más delicadeza que si de una res brava se tratara; y, como todo el mundo, busco un espacio para organizarme.
Gente, mochilas, crema protectora, mucha crema protectora, caras nerviosas, sonrientes, más crema protectora, tanta crema protectora que empiezo a dudar sobre si me habré puesto suficiente (la he dejado en el hotel). Chip en el tobillo (¿en qué pierna?, ¿dará igual, no?, ¿decía algo el reglamento?).
Nadadores solos, parejas, tríos, cuadrillas, grupos, clubs…; de cerca, de lejos…; camisetas de masters, aguas abiertas, triatlón…; idiomas no peninsulares. Todas las edades representadas. Me encanta. Todos aquí, ¡porque nos gusta lo mismo! Agradezco que haya gente dispuesta a organizar estos eventos.
Suena el móvil. “¿Cómo estás? ¿Cómo tienes el codo-hombro? ¿Vas a poder nadar?” Mucha pregunta, para tanto gusanillo. “¡Suerte. Nos vemos en la meta!”. ”Si llego”, pienso. He perdido el sentido común por hacer esto; pero, claro, la familia, ilusionada por visitar Tabarca…

Excusas baratas. En realidad, me apetece nadar, quiero hacer esta travesía; para mi, “la” travesía. Dejo la mochila en la furgoneta y hacia la zona de las tabarqueras.
Cuando ya solo queda una y la penúltima se dispone a salir, megáfono en mano y desde encima de un banco, un chico nos inquieta con su pregunta: “¿Quién ha perdido su chip?” Todos mirando nuestros tobillos… Pronto aparece su dueña. Tobillo y chip, unidos de nuevo. Y aún encima del banco, aprovecha para darnos las últimas instrucciones: “¡A ver, para facilitar la subida a la embarcación, gorro amarillo en la mano, dorsal al descubierto; son vuestro pasaporte…! ¡Comprobad que en el zapatillero lleváis el silbato…!”
Mientras tanto…, zarpa el penúltimo barco. Los que se dirigen a la isla se despiden, de los que aún estamos en tierra firme, con un “ahora nos vemos”. Palmadas en la espalda, sacudidas de hombros… ¿Cuántos se habrán tomado una biodramina?
Con un espíritu tan cívico como deportivo, vamos subiendo a la última tabarquera. Y, allí, como si de contrabandistas nos tratásemos, empieza el tráfico de vaselina. Vaselina por aquí, vaselina por allá. Menos mal que va barata. Estiramientos y más vaselina. Veo que unos chicos se ponen en las axilas y los imito (claro…, esos pliegues que se hacen ahí… ¡Ay Lucía!, vas de novata). Otros se ponen en el cuello. Pues yo también. Y más estiramientos.


Me gusta el ambiente y el poniente (por decir algo, porque no sé desde donde sopla el viento). La gente hablamos, comentamos, valoramos, nos conocemos. Verónica y Ricardo son una pareja que recordaré con cariño. Empezaron a nadar en septiembre, suelen llegar a los 3000 m y nunca han hecho aguas abiertas. “¿Crees que la acabaremos?”, me preguntan. “Creo que la disfrutaréis”, les digo.
Está saliendo el Sol. Todos allí, con nuestros trámites reglamentarios y viendo como sale el Sol. Naranja, hoy sale de un naranja asalmonado. Me quedo sentada admirando aquello, como tantos otros nadadores.
En la proa del barco reconozco, por fotos y la charla de ayer tarde, a uno de los organizadores de la travesía.
Las boyas ya están listas. Forman una línea recta desde la isla hasta el continente, o viceversa, según se mire. Con meta en la isla, entre turistas y nadadores, los noticiarios hablarían de “La invasión de Nueva Tabarca en el siglo XXI”.
“El Mediterráneo es un mar de niños”, me dijo una vez un neozelandés. Y, me animé a nadar. En realidad, es impredecible. Y, no parece que hoy esté en calma chicha; algún vaivén nos dará. Veo olitas de esas que te van regalando “galtaetes”. Algunos kayaks las van sorteando; se dirigen a Tabarca.
La isla se va haciendo grande a nuestros ojos y llegamos. Salimos del puerto y, dirección a la playa, busco el saludo silencioso de las lagartijas sin patas, moradoras de la isla. No hay señales de ellas. ¿Timidez? ¿Miedo? ¿Desconcierto matutino? Tal vez, escondidas entre las piedras, sólo piensen: “Y estos…, ¿qué hacen?”.
Damos los zapatilleros al “señor del saco”, que los custodia según dorsal, y nos dirigimos al agua.
Dos nadadores ayudan a un tercero, al que le faltan las dos piernas, a meterse al agua. Sonrío.
“¡Corre Lucía, ven!” me dice Verónica, que le da un beso de película a su novio (¡Qué bonito es el amor!). Y en ese mismo instante…, ¡suena la bocina de salida! No sé que onomateya usar para describir el bocinazo, pero es un sonido que te dice: ¡Ahora empieza lo bueno!!!
¡A nadar!!!
El agua está buenísima, y no me refiero al sabor (aunque no tardo en comprobarlo) sino a la temperatura, fresquita, agradable, perfecta para bracear con comodidad.
Centenares de cabecitas amarillas en el mar, brazos que bailan al son de las olas… Y el fondo, ¡mamma mia, qué fondo!

 

No hay codazos, manotazos, ni tirones de piernas, nadie se queda con mis gafas, ni nada por el estilo. Sólo roces. Todos buscamos nuestro espacio.
Pierdo de vista a mis compis. Y…, compañerismo mágico, un chico me invita a nadar con su grupo. Trato de quedarme con su dorsal, 500 y pico. No consigo verlo bien, ni volver a hablar con él. La gente se mueve y yo con ella. Dejo de hacer relaciones sociales y meto la cabeza en el agua. ¡Qué paz!

Aún no veo las boyas, así que sigo a la gente. Cuesta avanzar. Cabezas fuera del agua, con un cuerpo que las sigue dentro. Barcos, con acompañantes mirando, animando, ¿cómo nos verán desde ahí? Kayaks, muchos kayaks o piraguas (no entiendo de embarcaciones), gente remando de pie sobre una tabla de surf. Un despliegue de medios impresionante. Voluntarios…
Vamos nadando y sé que estamos girando a derecha, bordeando los islotes. ¿Por donde irán ya los/las primeros/as?
No llevamos ni medio km y ya tanteo la idea de retirarme… ¡Un poco más, Lucía! Cambio la forma de nadar y me concentro, nuevamente, en lo que hay debajo de mí; lo que hace tan atractiva esta travesía: un manto inacabable de posidonia, pulmón del Mediteráneo, que se mueve, por el agua, como lo hacen, en tierra firme, los campos de trigo joven, verde, por la brisa primaveral. Peces que se esconden entre este manto, “alga de vidriers”, que les sirve de refugio a la vez que de nido reproductor. Peces plateados, de colores, a rayas, franjeados en la cola… Se distinguen al girar su fino cuerpo. Y, a medida que ganamos profundidad, dejo de distinguirlos.
Así que, a seguir las boyas. Es fácil, con sus globos flotando en el aire, como nosotros lo hacemos en el agua. Rojos cada 200, amarillos en los puntos kilométricos. Un salvavidas en cada boya.
A izquierda, muchos nadadores; a derecha, el horizonte (azul claro el cielo, azul mar-ino…, el mar) y siempre algún kayak; delante, Santa Pola. De vez en cuando miro atrás. No tengo ni idea de cómo he salido ni la posición que tengo. Tampoco estoy contando los metros. Debajo, se sigue viendo el fondo. ¡Qué luz! Aguas cristalinas, que…, ¡vaya!, me dejan ver una medusa. Sólo una. Pequeñita. ¿Recién nacida, tal vez? Un bebé medusa. En el Adriático, las estudian desde hace unos 40 años, observando ciclos de diez años con muchas medusas y ciclos de cuatro-cinco con pocas. ¿Habremos entrado en el último ciclo?
Hay un poco más de oleaje, viene de lado, del izquierdo. ¿De poniente?
Nos acercamos al km 3. Los nadadores se desvían a la izquierda, hacia una barca. Me quito las gafas. Quiero saber qué “se cuece”. Hay lanzamientos. Vaya. ¿Lanzamientos de qué? De botellines de agua, para quien quiera participar. Me apunto. ¡Aquí, una! ¡Yo también! ¡Gracias! Estupendo, agua fresquita y dulce para contrarrestar los tragos de salada. Hay un nadador en la barca del agua. ¿Calambres? ¿Alguna lesión que ha despertado? A partir de este momento, veo gente que va cogiéndose a los salvavidas, para descansar o abandonar. Al primer señor que veo, quiero preguntarle cómo está, pero, se adelanta un kayakista. Todo correcto, pues…, ¡a seguir!

Se ve que mi brazo ha calentado; el dolor desaparece. Bateo los pies más deprisa y…, lo disfruto. ¿Por qué decir una cosa por otra? Me doy cuenta de lo que me gusta nadar; es importante llegar, pero más lo es disfrutar cada brazada. Vaya revelación. Es eso lo que me hace estar tan, tan tranquila, cuando soy tan, tan nerviosa.
Empiezo a llevar cuenta de los metros: 3200, 400, 600… Voy deprisa, bajo el ritmo, atiendo el brazo. Estoy tanteando sensaciones. Y tengo la sensación de estar nadando sola…
A derecha, el horizonte deja paso a la zona del cabo de Santa Pola. Se sigue viendo el fondo, oscuro, aún se distingue la posidonia. ¿A cuántos metros estará? ¡Cómo disfrutaría aquí un rebaño de cabras con escafandra!
Km 4. Me encuentro mejor y voy a “meterle caña” al asunto. Quedan 1900. Si me vuelve a doler, ya no queda nada, lo aguantaré. Objetivo: unirme al super grupo disperso que veo allá delante. Nado y llego.
Me doy cuenta de que llevo el kayak a la izquierda. ¿Tanto me he desviado? Me quito las gafas para ver mejor y lo hace también el chico de al lado; llegan sus colegas que nos dicen: “Venga vamos, que ya no queda nada”. Estamos en el km 5. Les pregunto: “¿Vosotros soys los chicos del principio…?”, tal y cual, “¿Mi familia adoptiva…?”. “Claro…”, me responde el del dorsal 500 y pico, “Yo es que me he quitado la licra y, a lo mejor, por eso no me reconoces. Hemos ido toda la travesía juntos. ¡Venga, vamos a llegar todos juntos a meta!!!”. ¡Así me gusta, compañeros!!!


Ya queda poco. El kayak nos pega un grito. Nos estamos desviando a derecha. “¡Ey, mirad! ¡Allá ya está el aro de meta!”. “¿Dónde?”. “Allá en azul”. Llegan al cuerpo las sensaciones típicas de aproximación a meta. Sabes que te esperan, vas a concluir algo importante (al menos para ti), con ganas, ilusión y satisfacción. Los míos se alegrarán de verme llegar, deben pensar que he abandonado. Pero…, me da pena que se acabe. Tanto tiempo esperando esto. No sé si quiero llegar. Snifff.
Cuando las manos tocan la arena, abandonamos la postura horizontal y nos ponemos de pie. Choques de manos, sonrisas satisfechas; enhorabuena; risas incontenidas, los veo contentísimos; debo tener la misma expresión; y así, vamos llegando al aro, la alfombra y las duchas. Oigo mi nombre.
Tartas, una dulce y una salada, de harina, aceite y sal. Mmmmmmm. Eso es lo que nos encontramos en la zona de avituallamiento. Fruta, agua, cerveza, Coca-Cola, mucho Aquarius y sombra. Bullicio, pies descalzos, buen ambiente…, y en la cola de los masajes, ¡Conrado!, mi paisano. Centenares de bolsas azules, llenas de lo que se convertirán en recuerdos de este 8 de julio.
Premio especial para discapacitados. Aplaudo el gesto, aplaudo la consideración, la energía, las ganas, el coraje…, la ilusión.
Ambiente inmejorable. Impecable organización.
Este es el resumen, del manuscrito que escribo tras Tabarca, con el brazo un poco hinchado, y aún subidón de energía.
El año que viene…, más y mejor.
Un saludo y gracias por la oportunidad.